miércoles, 8 de abril de 2009

AUTORIDAD Y OBEDIENCIA, CADA COSA EN SU SITIO

En ocasiones, algunos estudiantes se muestran ofendidos ante el profesorado y le espetan: “Pero tú quién eres para mandarme a mí”, y a veces prosiguen diciendo “A mí no me mandan ni mis padres…”. En estas situaciones llegamos a un momento de colapso educativo. ¿Qué se puede hacer después de esto? ¿Quién y cómo le puede hacer comprender a este chico o chica que está equivocado?
Esta situación es reflejo de la falta de autoridad que existe en algunas familias en las que no se sabe bien quién “manda”. Cuando eso ocurre mandan los niños y, no habría nada que objetar, si tuviésemos claro que ellos y ellas tienen la madurez suficiente para tomar “buenas decisiones” y para actuar de forma conveniente. Lo que sabemos es que no siempre es así, más aún, la mayoría no tienen aún como referente de sus actos lo que deben hacer sino lo que desean hacer.

Por consiguiente, hay que tener claro que quiénes mandan en la familia deben ser los padres y en la escuela el profesorado. Y esto las personas adultas deberíamos explicárselo muy bien a nuestros adolescentes y jóvenes. Sin aceptar la autoridad educativa del profesorado o de los padres será muy difícil que los niños, niñas y adolescentes aprendan conocimientos y sean personas educadas. Aunque sin confundir autoridad con autoritarismo ni obediencia con sumisión. Cada cosa en su sitio.

domingo, 5 de abril de 2009

LA IMPORTANCIA DEL TRABAJO DIARIO, EL VALOR DEL ESFUERZO

El esfuerzo es un valor que se aprende
Algunos padres y madres hacen pública su frustración cuando sus hijos no quieren estudiar y la expresan con frases como estas: “Le digo que se ponga a estudiar y no quiere”, “No quiere venir al instituto”, “Es que no le gusta estudiar”, “No le quiero exigir, la vida está muy mala…”, etc. Inmediatamente realizan la pregunta del millón: “¿Qué podemos hacer?” Desde nuestro punto de vista, es fundamental que cada familia y la sociedad en general reflexionemos sobre lo que se les debe pedir a los adolescentes y jóvenes cuando están en edad escolar. ¿Estamos pidiendo demasiado a los jóvenes o los estamos sobreprotegiendo en exceso? La respuesta a esta pregunta se puede realizar desde la particularidad de cada familia, aunque también podemos hacerlo desde un punto de vista general. En el instituto nos preocupa cada vez más la actitud que muchos chicos y chicas tienen de rechazo al trabajo diario no asumiendo las responsabilidades derivadas de su condición de estudiantes.
Si echamos un vistazo atrás estaremos de acuerdo que en generaciones anteriores la adolescencia finalizaba rápidamente, para muchos a los 12 ó 14 años o antes, edad en la que comenzaban su trayectoria laboral. Ahora la adolescencia, como etapa en la que el individuo no ha asumido responsabilidades como un adulto, se extiende algo más allá de la treintena. ¿Qué debemos exigirles a los jóvenes que hagan durante este tiempo de transición hacia la vida adulta? La sociedad tiene establecido ese tiempo como un periodo de formación para que nuestros jóvenes se preparen para desempeñar una profesión, para ser buenos ciudadanos y para tener cultura. Desde nuestro punto de vista, exigir esto a nuestros jóvenes no solamente es bueno sino que es lo mejor que podemos hacer por ellos. Si no se hace así, corremos el riesgo de que desperdicien esa oportunidad y, tal vez, no encuentren otra en el futuro. Por consiguiente, lo mejor que los padres y madres pueden hacer por sus hijos e hijas en edad escolar es exigirles que se esfuercen en el estudio y que consigan la mayor preparación posible.
Es verdad que en la sociedad en la que vivimos se produce un fenómeno contradictorio respecto a la valoración del esfuerzo. Nos bombardean continuamente con publicidad que valora la facilidad para consumir y para obtener más productos, desde comprar un coche, sacarse el graduado, ganar dinero, aprender inglés, etc., todo se puede conseguir fácilmente.
Desde la óptica de la sociedad de consumo, el conseguir las cosas con esfuerzo es algo reservado para los tontos que no saben aprovechar las facilidades que el mercado les proporciona. Estos ejemplos perjudican una valoración social positiva del trabajo y del esfuerzo, aunque en el mundo real sepamos que tanta facilidad es un espejismo falso. Los padres y madres conocen el esfuerzo que cuesta salir adelante día tras día y el valor que el trabajo y la preparación tienen para tener una vida mejor.
El esfuerzo no es un “don” con el que se nace sino que es un valor o una actitud que se aprende. Y este aprendizaje se realiza fundamentalmente –aunque no solo- en el ámbito familiar y desde que se nace. Por ello, pensamos que nuestros adolescentes y jóvenes tienen que aprender el valor del esfuerzo desde pequeñitos exigiendo de ellos responsabilidades y obligaciones en función de su edad. Vamos a tratar de profundizar sobre el esfuerzo en un intento de que nos sirva para obtener medidas que nos ayuden para la educación de los hijos e hijas.

Esfuerzo: voluntad y motivación
Para profundizar en el esfuerzo tenemos que analizar los conceptos de voluntad y de motivación. La voluntad se define como la intención o el ánimo de hacer algo por uno mismo, sin impulso externo que obligue a ello. Y la motivación como el motivo o la causa para realizar una acción. En torno a la voluntad podemos señalar una constelación de cualidades o hábitos que bien desarrollados contribuyen a su desarrollo y fortaleza. Estos seis se consideran claves:

- Hábitos para el trabajo escolar: entrenamiento y automatización de los procedimientos imprescindibles para abordar los aprendizajes escolares.
- Responsabilidad para asumir sus obligaciones y el resultado de sus acciones.
- Disciplina para cumplir con las normas establecidas por la familia y por la colectividad.
- Respeto a la autoridad de padres y de profesores así como aprender a tolerar la frustración.
- Exigencia consigo mismo para hacer las tareas bien, tener sentido del deber y aprender a planificarse para afrontar los retos y desafíos importantes.
- Dominio de sí mismo, control del mal humor, de la impaciencia, de los impulsos; aprender a ser constante y a saber esperar para obtener una recompensa a largo plazo.

La motivación proporciona una dirección al esfuerzo. Estar motivado significa tener una causa o un motivo para actuar. Los motivos pueden residir en el interior de las personas (es algo interno lo que impulsa a actuar), como por ejemplo las ganas de saber más; o pueden ser externos, por ejemplo sacar una buena nota o no fracasar. Los motivos que un estudiante tiene para efectuar un esfuerzo son variados y dependen de la experiencia vivida como alumnos o alumnas en el sistema educativo y de su ámbito socio-familiar. Hay estudiantes orientados al éxito que se esfuerzan por conseguir las mejores notas; otros lo hacen para no fracasar, por miedo a obtener un suspenso o también suprimen el miedo al fracaso evitando el esfuerzo.
En resumen, el valor del esfuerzo se adquiere durante un proceso que está intimamente relacionado con la educación y el crecimiento de la persona. Este proceso personal está influido por las actuaciones provenientes del medio familiar y social. Si queremos, como padres y madres, contribuir a su desarrollo se puede comenzar ayudándoles a conseguir esas cualidades que constituyen la base de la voluntad hasta convertirlas en hábitos y rutinas del comportamiento y la vida de los hijos e hijas. Al mismo tiempo, hay que ayudarles a tener un motivo para dirigir y mantener el esfuerzo. Un soporte para la voluntad. Si este motivo es interno, obedece a impulsos relacionados con el conocimiento y con la competencia personal más que con la competitividad de la nota o de los demás, será mejor para ellos y ellas. Sufrirán menos y se esforzarán mejor.
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